jueves, 20 de septiembre de 2007

Tierra de Cádiz

Entiendo poco de vinos. Creo que “nada” sería la expresión que más se acerca a la realidad. Mis conocimientos enológicos tan sólo me permiten diferenciar al tinto del blanco y a éstos del rosado.

Lo poco que he ido aprendiendo a lo largo de los años ha sido gracias a algún amigo que tiene a bien compartir sus conocimientos conmigo, o a alguna cosilla que uno lee de vez en cuando. Confieso que cuando salgo por ahí a cenar y llega la hora de elegir el vino me siento incómodo. En cierta ocasión un camarero me dio a probar un “reserva” y, al no saber que hacer, recordé una secuencia similar de una película en la que el personaje sentenciaba con voz grave: “seguro que está bien”. A veces el cine te saca de algún que otro apuro.

Haciendo acopio de todas mis fuentes vinícolas recuerdo a mi suegro, que me da la vara todas las Navidades con el “Marqués de Riscal”. A un buen amigo, que me dio a probar en su casa un tinto variedad “Somontano” de sabor inolvidable. Al restaurante “El Sordo”, de Ricote, que cada semana sorprende con un excelente caldo a precio de coste para incentivar el consumo de buen vino entre su clientela. A un navarro anónimo que, viéndome dudar ante muchas botellas de tinto en un supermercado cualquiera de Estella, me aleccionó diciendo: “Si te vas a llevar vino de aquí, que no sea tinto. Nosotros solo sabemos hacer el rosado”. A aquella botella de “Ribeiro” que me tomé en el restaurante “Tira do Cordel” de Finisterre junto con unas navajas que no podían saber más a mar. A mi descubrimiento del “Lambrusco”, gracias a un expositor de Mercadona, o a Arguiñano, que en uno de sus programas nos recordó a los telespectadores que el Cava es un vino de mesa y no de postre.

Pero en esta vida, a veces el destino te pone al toro en suerte y te brinda una de esas ocasiones en las que uno sucumbe ante la vanidad del lucimiento. Hace unas semanas vinieron unos amigos a cenar a casa. Como es costumbre, adoptaron esa norma no escrita de que es el invitado quien trae el vino –cosa que no acabo de entender, salvo que sepa de antemano qué va a comer– y, supongo que conociendo lo que añoramos nuestra tierra, se presentaron con una botella de “Castillo de San Diego”.

― Hemos traído vino de vuestra tierra, de Cádiz.
― Vaya, qué detalle (pensé). La verdad es que es uno de los vinos más afamados de Sanlúcar, aunque según dicen ya no es el que era.
― ¿De Sanlúcar, pero si yo pensé que era de Cádiz, pero Cádiz capital?
― Eso te habrá pasado porque has leído la etiqueta. Ahí no aparece Sanlúcar por ninguna parte. Indican la bodega, la calle y el número donde está; incluso el código postal, pero la palabra “Sanlúcar” la han vetado claramente.
― ¿Y por qué hacen eso?
― Hijo mío, Sanlúcar is different.



¿Alguien tiene una explicación sensata de cómo se puede ser tan memo como para ocultar el nombre de una ciudad en una etiqueta?

¿Alguien puede entender que otras bodegas, además de copiar el producto, hayan copiado la memez de la competencia adoptando la misma fórmula de secuestro semántico en su botella de vino blanco de mesa?

Por favor, que alguien me diga que poner “Sanlúcar” en una botella está prohibido por alguna ley. Lo contrario sería demasiado triste.

2 comentarios:

Manuel de la Rosa -tuccitano- dijo...

Pues si Angel, a mi me pasó algo parecido..pero llevando el vino yo a mi tierra...y me dijeroN:
- Esta bueno, pero de Sanlúcar porque tu lo dices...en la etiqueta no pone nada...joder...pues era verdad..

Creo que es un despropósito de los mismos productores...lo mismo piensan que Xerez o Cadiz visten más...
Saludos

Ángel Ceballos Ortiz dijo...

Estimado Manuel, me temo que es, simplemente, necedad disfrazada de marketing.

Saludos.