sábado, 24 de mayo de 2008

La feria



Llevo diez años fuera de Sanlúcar. Casi un tercio de mi vida. El tiempo suficiente para ser en Murcia el sanluqueño y en Sanlúcar el murciano. Es algo así como vivir en una especie de limbo identitario. Aunque he de reconocer que, poco a poco, por mimetismo, por empatía o por ósmosis ―vaya usted a saber― me voy haciendo cada vez más huertano. Empiezan a gustarme los pasteles de carne, de vez en cuando se me escapa algún “poquico”, “pijo” o “acho”; y hasta me estoy pensando colgar un cartel de “Agua para todos” del balcón de mi casa. Bueno, tampoco tanto.

Recuerdo que hace un par de años llamé a mi hermano un domingo por teléfono. Cuando descolgó, el ruido era ensordecedor. Hablar con él fue imposible. "¿Pero dónde te has metido?", pregunté. "Estoy en La Feria", gritó. Tras unos segundos reaccioné: “¡La Feria, claro!”. En realidad ni se me había pasado por la cabeza que aquel jaleo pudiese provenir de una caseta.

Cuando era niño iba cada día a La Calzada durante las semanas previas para comprobar cómo avanzaba el montaje de las casetas, cuántos tubos habían puesto en la portada o qué "cacharrito" nuevo había llegado ese año. Pasa el tiempo, llamas un domingo a tu hermano, escuchas las sevillanas de una caseta por teléfono y te ves arrastrado a un flash back vertiginoso. Aquel día fue duro.

Ahora, tras una década, en mi cabeza sólo quedan pequeños trocitos de feria apelmazados en forma de recuerdos. Los montones de tubos oxidados en El Real, los farolillos desprendidos por la lluvia, las raciones de pimientos y menudo, el incesante soniquete del turronero: “le lleno la bolsa por quinientas”; el polvo, el ruido, los perritos calientes. Las bicis colgadas de la tómbola, los pollos asados de Popeye, los culazos en el ET, las fichas de los “coches de choque”, los escarceos a la playa, el ambiente de la caseta de COU. Los cartones del bingo esparcidos por el suelo, el algodón de azúcar, los puestos de tabaco improvisados en cualquier parte. Los chinos y sus flores estuchadas, los montones de lechugas sobre una mesa, las peleas con mi madre para que me comprase ese dichoso juguete que me obsesionaba de niño. La insoportable peste a orín en cualquier esquina, los burros paseando por la playa, “la Toñi” presentando el concurso de sevillanas y Juan y yo haciendo radio desde cualquier caseta.

Hace tres años volví. Quería vestir a mi hija de faralaes, mostrarle la esencia de nuestra fiesta y recuperar un poco mis raíces. Pero fue inútil. Me sentí como cualquier turista, como un espectador que ya no forma parte de la feria sino que, simplemente, está. Así que el año que viene también vestiré a mis hijas, pero de huertanas. Aunque mucho me temo que seguiré instalado en mi particular limbo.